El cielo se oscurecía a medida que avanzábamos sobre la carretera. Si hubiésemos querido habríamos podido atrapar la humedad en la palma de nuestras manos. El frío nos tomaba ventaja mientras en la radio sonaba música folk americana y sujetábamos la ansiedad por llegar entre la carne de los labios y los dientes.

Las oportunidades hay que tomarlas. Un sábado de vacaciones es para nosotros cosa rara. Así que, sin casi meditarlo, alquilamos un coche y trazamos una línea recta hacia el norte. Yo llevaba tiempo queriendo visitar aquel lugar. Ahora me alegraba de que hubiera sucedido en ese preciso momento. La mañana gris, fría y otoñal dibujaba un paisaje de campos verdes coronados por bajas nubes negras. En el primer desvío volvimos a estar solos frente a la magnificencia del mundo. Pronto la carretera comenzó a estrecharse mientras serpenteaba con levedad entre los árboles. El avistamiento del agua no se haría de esperar.

Aparcamos a los pies de una vieja ermita. La piedra triste y enmohecida daba paso a una cámara austera y sin apenas iluminación donde algunos devotos enunciaban con la voz de la mente sus plegarias. Al costado izquierdo un pequeño cementerio; al derecho, la casa del párroco parecía hallarse en las mismas puertas del cielo, con su escalinata plagada de flores, su jardín verde vivo, su huerto y su nostalgia.

Tomamos el camino que bordeaba el santo lugar para adentramos en un haz de aire puro, vegetación y lluvia fina que conformaba la estación perfecta para el paseo. Entre la maleza los mirlos, las urracas y los petirrojos revolotean y dan saltitos sobre sus frágiles patas, cada uno inmerso en su propio juego infantil. En pocos minutos estamos a orillas del lago. El agua permanece quieta y cristalina, robándole el azul intenso a un cielo huérfano de su color. La frontera entre ellos es un línea vacilante de verdes y ocres, de la naturaleza que se muere.

La música del bosque es un caer de hojas constante, una aquí, la otra allá. Un transcurrir de riachuelos. Un trinar que se va y se viene como hubiera de hacerlo el agua queda del estanque. La naturaleza se nos escapa después de voltear todos nuestros sentidos. El olor de la tierra. El tacto suave del musgo sobre la corteza de los árboles que abrazo. Podría dormir sobre ellos, hacerme un lecho y no una cabecera. Podríamos quedarnos aquí para siempre, en este hueco del bosque que llenamos con risas, haciéndonos parte viva del espacio.
