Hace un par de semanas fuimos a visitar a Jordi, el padre de Andrea (y mi fan número cuatro), a su pueblito en el Penedès. Nos encanta pasar el día con ellos, disfrutar de su hospitalidad, de los juegos locos de sus hermanos pequeños y del aire libre que envuelve el lugar.
Como llegamos más tarde de lo que esperábamos, nos quedamos sin excursión a la montaña, pero a cambio dimos un paseo por los bonitos alrededores de olivares, campiña y pequeños bosques salvajes. Es como un baño para el alma. Una forma de limpiarse los pesados metales de la ciudad y volver a la pureza de lo liviano. El olor de la tierra, el sonido lejano de los animales, el azote del viento sin obstáculos, el hundir de pies en el espeso barro.
Era un día de diciembre sin frío y un impulso de calor infantil me llevó a trepar un árbol. La perspectiva siempre es más amplia desde arriba. Siento la seguridad de un pájaro que se esconde y observa entre las hojas del olivo. Siento el peso de mi propio cuerpo sobre las ramas y el azote del aire que me columpia y me obliga a mantener con perspicacia el equilibrio. Me reconcilio con la niña perdida que dejé en el campo, quisiera vivir con ella siempre. Ser libre y salvaje. Conquistar las copas de los árboles y precipitarme por las laderas de mil montañas. Romperme las ropas, llenarme de tierra húmeda las botas. Quiero llevar el pelo suelto y empolvado por los caminos. Conocer todas las flores. Llamar por sus nombres a los animales. Quiero ser pastora y poeta, como Miguel Hernández, quiero perderme en el huerto de la vega como Lorca, ir de Úbeda a Baeza por los caminos de Machado. Quiero ser una persona de campo.









