Madrid se despierta entre los puestos de libros y antigüedades que engalanan la subida hasta el Retiro. El sol empieza a calentarnos entre los murmullos de quienes buscan algo especial. Hay postales de la Alhambra del año 67, hay viejas partituras, documentación legal y un libro de David el gnomo. En su pecho se cruza la correa de una vieja cámara analógica preparada para la caza de la luz.
Subimos hasta que nuestros pies abandonan el asfalto y se entregan a la tierra, a la frescura de la hierba. Hay un lugar de silencio entre el caótico hogar urbano del hombre y es aquí. Donde la naturaleza se desarrolla ajena a nosotros, las ardillas levantan un concierto de hojarasca bajo el trinar de pájaros adolescentes, entre los árboles que se alzan victoriosos artesanos de un cielo verde que nos da sombra. Algunos espacios se llenan con césped o caminos entre los que deambulan las personas, otros con matorrales floridos. Pero existe una pareja que se aprieta el uno contra el robusto tronco del otro y allí le dije: «esos árboles son como nosotros, se quieren tanto que sólo saben vivir muy juntos».
Destellos de luz se cuelan entre nuestro techo de hojas. Suicidas pétalos adornan la hierba de nuestros pasos. Voces infantiles escapan de su menudo cuerpo humano y llegan hasta aquí como fantasmas, como ilusiones.
Paseamos por el eterno parque madrileño, siempre ensueño de cuanto quisiéramos ser. Somos dos huéspedes más disfrutándolo esta mañana de domingo. Reímos en la escalinata viendo la diversión que para niños y mayores regala el gran estanque. Nos evocan dulces ideales la música, los pintores, los atletas y los que alinean sus chakras en sus jardines. Enviamos el trabajo de los jardineros, su conocimiento, su amor por cada planta como si fuera un alma humana. Y quisiéramos quedarnos aquí eternamente, celebrando el centenario de otro árbol, memorizando cada grano de arena del camino, hablándole de tú a los pequeños gorriones.